Dulces esencias

jueves, 17 de febrero de 2011

Desayunos

Patricia era de ese tipo de mujeres que caían mal. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera todo sonaba con sorna, con desprecio, incluso con un deje de prepotencia que invitaba al más profundo odio. 

Siempre se sentaba en una solitaria mesa al fondo de la clase, donde se expandía toda ella, colocando aquí y allá sus pequeños tarros llenos de opulencia y amor propio, una botella de agua y sus herramientas de erudición. Pensé nada más verla que no había nada mejor para ella, una mesa solitaria para un ser que desprende soledad; qué cruel pensé después, pero me dio igual pues mis ojos ya destilaban la aversión de quien repudia sin apenas conocer.

El chirrido de una silla anunció que la espalda cansada de aquella mujer se había apoyado en sus lomos de goma espuma. No podía ser, era la frívola encarnación de esos malos de película que abrazados por sus despachos barrocos esperaban la visita de algún desvalido. Le faltaba girarse y arrancar un susurro de sus pulmones negros mientras batía sus dedos con desdén. La estampa, era cuanto menos digna de ver.

La voz enérgica de otra mujer entró en juego esa mañana, rostros anodinos y preguntas sin respuesta revoloteaban por el aula de luz clara; y un estómago que ruge en pos del demandado desayuno. Y las ganas de desayunarme a la vida y qué sé yo, a Patricia la opulenta y su voz que reverbera la Poética de Aristóteles mientras se intuye a Quintiliano en el eco de sus pasos que se alejan.

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