Dulces esencias

viernes, 25 de marzo de 2011

viernes, 11 de marzo de 2011

Tardes

Minerva era una niña de doce años que conservaba de forma férrea su actitud infantil, quizá de forma inconsciente intentaba madurar y se adornaba aquí y allá con objetos que ella consideraba de persona mayor. Pese a su nombre de diosa, no portaba su grandeza etérea y divina, o al menos eso creía ella, pues siempre se había considerado muy pequeñita al lado de los demás. Acostumbraba a salir con poca gente, con los que como ella, se consideraban algo diferentes aunque ante los ojos del resto, no eran más que marginales. 
Aquel año corría la moda de las plataformas, se quedaba embobada mirando esas botas enormes de tacones bastos y exagerados como si fueran joyas de alta gama. Ella quería sentirse Drag Queen en las discotecas light, admirada y querida por todos para así olvidar sus kilos de más y su ingente masa de acné precoz. Pero no podía ser, era tarde para ella desde hacía cinco años,época en la que había descubierto un cd rallado de Nirvana en una bolsa plástico de Continente. 


Sin embargo, una tarde en la que no sabía muy bien cómo, había quedado con una compañera inusual de clase, una de esas que calzaban botas y se relacionaban con chicos de cursos superiores. Se calzó sus sandalias baratas de plataforma, se puso una falda vaquera y una camiseta verde podredumbre, y salió con su mejor complemento: una amplia sonrisa. Creyó con fiereza que sería una de las mejores tardes de su vida, si bien es cierto que en el fondo había un poso de inquietud y miedo que nadaba entre sus entrañas. Pero allí estaba, frente a un grupo de chicas delgadas que saludaban con dos besos (¡¡dos besos!!) y hacían de sí modelos cosmpolitas de finales de los 90. Nunca se sintió tan chiquitita. 


La tarde transcurrió pesada y lenta, donde huir era la opción más vergonzosa pero por otro lado, la única manera de salvar la poca dignidad que le quedaba. Tomó aire profundamente y suspiró, no pertenecía a aquello, jamás lo haría y debía marcharse, era lo más inteligente. Una pelirroja de pelo lacio, de cara bonita y rasgos adultos, decidió que era un chiste escupirla a la par que clamaba que había tomado zzzzopa para comer. Una y no más, se dijo Minerva, y con una mala excusa que ponía al descubierto su incomodidad se marchó cabizbaja.


A las pocas semanas se volvió a encontrar a la pelirroja de pelo lacio; casualidades de la vida, aquel día también había tomado sopa.

Hospitales

En un hospital todo huele a aséptico fingido. Es raro, es inquietante...es un lugar donde se mezcla la esperanza con la muerte. Estar en un hospital duele, a cada uno de una forma diferente. Al señor sentado de enfrente le tiembla todo el cuerpo pero tiene una sonrisa medio perfilada entre sus arrugas de mazapán, una mujer anciana tiene un pie escayolado y yo no sé de dónde sacará las fuerzas pero agarra sus muletas como no podría hacerlo yo. Luego están los de las camillas, almas en pena, resignadas a lo que tenga que ser; y las largas esperas en sillas de madera que ya han visto más de lo que querrían ver. Los hospitales también son un paraíso fiscal de Blackberrys y chicas con moños altos de vaqueros ajustados, es perturbador, dos enormes perlas han tomado el poder y reinan sobre ellas todas, como un Señor Oscuro.


La aversión por los hospitales es una práctica muy extendida, yo no sé lo que sentirá un médico al decir que te vas a morir, que tus sueños se quedan ahí, truncados, a merced de una devastadora y trémula conquista de aquello a lo que todo humano teme. Yo no sé, la verdad, si se les quiebra la voz o yacen enteros, ahí, quietos y rígidos en su silla monárquica sabiendo que por dentro hay alguien que se deshace y al que vencen todos sus resortes oxidados. Yo no sé, la verdad, si esos ojos cristalinos del doctor desprenden melancolía o una estela de costumbre compasiva que se borra con el eco de una puerta mal cerrada y el llanto ahogado del que se Va.