Cuando una persona se marcha, su
ausencia se encuentra en las pequeñas cosas, en esas pequeñas
manías que mientras están a tu lado invocan una furia pasiva que te
sacude por dentro para escupir cuatro blasfemias incoloras y así
quedarse uno vacío de rabia.
Cuando su ausencia invade los rincones,
es el momento en el que esas manías se transforman en susurros de
nostalgia y sabes que lo que queda apenas son ecos del pasado. Cuando
ya no hay platos apilados en el fregadero, cuando ya no escuchas el
hilo de la radio allá por donde pisas, cuando el recuerdo de las
napolitanas calientes se diluye en el tiempo, cuando de las
discusiones sólo quedan los perdones y la estela de las promesas
rotas que se llevó consigo.
La ausencia duele, rasga y destroza
pero aún desgarra más cuando te encuentras con el último rescoldo
de esas costumbres que tanto te irritaban, cuando encuentras el
último boli sin tapa, el último mensaje escondido en tu bandeja de
entrada, cuando entiendes que después de todo aquello, lo último
que te queda es su silencio y nada más.
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