Dulces esencias

martes, 3 de septiembre de 2013

Para ti, camarero.

Se te caía un poco de vida en cada vaso de café que servías. La derramabas, sin darte cuenta, en ese cristal rallado de tanto lavarlo. Si nos despertaba era en parte por ti, pues como quien cree en Dios, algunos creemos que un buen camarero tiene su pequeña dosis de poder sobrenatural.


Admítelo, eras huraño. Te costaba sonreír, quién sabe por qué, pero cuando lo hacías era como un premio para los que te veíamos a menudo. Siempre atento aunque a la vez siempre a tus cosas, a tu rumiar perpetuo de pensamientos, de deseos. A veces te veíamos mascullar entre dientes alguna maldición, porque la humanidad, esa maldita zalamera,  nos vuelve locos a todos y en ocasiones hasta nos hace odiar la vida. ¿Cuánta ironía puede verterse en una taza? Siempre diligente, siempre ausente, siempre en silencio.

Admito que toparse contigo era ridículamente extraño. Nunca sabré si debería haberte saludado con más efusividad o si eso te habría molestado; qué sé yo, me sabía mal arrebatarte tu paz y ahora daría lo que fuera por hacerlo. Pero ahí estabas, en la esquina de la cafetería, dando una profunda calada a tu puro cubano, olvidando las penas, dejándolas bien atrás, a tus espaldas, entre las sillas, bajo las bandejas, empapando las servilletas que cada día te han dado las gracias por tu visita. Y te marchabas sí, pero siempre para volver.

Sin embargo, una vez más, hemos de decir adiós. Ese adiós frío y lleno de tristeza que se les da a los que ya no retornan, ese adiós vacuo y tonto. Insustancial. Que no dice nada pero se lo lleva todo. Así que mejor te digo gracias, por tus cafés, por tus medias sonrisas, por abrirme la puerta del metro unos días antes de tu retirada, por haber estado y por la compañía que le harás ahora a los míos, que tampoco volverán.



Y ya está.

sábado, 31 de agosto de 2013

Cimientos

Vivir la vida o que la vida te viva a ti. Vivir, respirar, suspirar. Aire. Observar la vida del resto, mientras la tuya propia se escapa, se inhibe, se hace pequeña e insustancial. Inútil. Candente como las llamas sobre la madera. A menudo enlazamos rutinas porque quizá de esa manera las cosas parecen tener más sentido. Me levanto por las mañanas -utilizo cuatro despertadores diferentes porque la vida se me hace pesada por las mañanas y me oprime los pulmones, y así, de a poco, se alza por encima de mis costillas y me permite despertar-. No me gusta vestirme en seguida, así que deambulo por la casa, entre acelerada y parsimoniosa, sin saber muy bien si voy tarde o no voy. El té con leche, las tostadas, las obligaciones. Maquillaje en el espejo del alma, mucho, porque mi alma está más turbia que de costumbre. Coger el tren, el metro, cruzar la puerta de la cafetería y aposentarme, como una señora de alta alcurnia, en una silla de madera vieja, incómoda. Férrea.

Si la vida es eso que se escapa mientras hacemos otros planes entonces he de decir que no tengo vida, porque todo se paralizó hace un tiempo, en seco, sin avisar, sin más. Cimientos reforzados durante años cedieron ante las incongruencias que la vida acostumbra a regalarme, algo así como un trofeo lleno de malas pasadas; con un letrero roído del que apenas se puede leer mi nombre. Pero en fin, el reloj no se para, el minutero es nervioso y sigue adelante, tictac.

Robar miradas, anhelar, desear, desearte. Y echar mucho de menos. Viernes sin planes, comer techo, y que eso no importe. Porque nada importa ya.