Dulces esencias

lunes, 2 de junio de 2014

A la vejez, viruela

¿Qué hacer cuando la vida te huele a viejo? 
A ese olor entre rancio y muerte venidera, a perfume plomizo y alcanfor, a recuerdos y a un futuro demasiado incierto como para contemplarlo.


He de decir que los ancianos me incomodan. Creo que su sabiduría me perturba tanto como su soberbia. Pero qué hacer, son un saco de carne arrugada y huesos con muchas vivencias a la espaldas, no se puede ignorar eso. Me he pasado la vida ajena a ellos porque mis abuelos murieron pronto. Les recuerdo a medias y no pienso en ellos, aunque sé que les quería a mi modo de pastelitos de domingo y triquiñuelas bajo la mesa. Aún laten en mis sienes esas malditas preguntas trampa de la Yaya: ¿A quién quieres más a mamá o a papá? 

"Pues mire señora no lo sé, mi padre me aúpa en sus hombros y cantamos bajo la luna llena y mi madre me acaricia la cabeza y me da besitos de mariposa con las pestañas. Me deja usted en una posición un tanto comprometida."

De mi Dodo recuerdo poco, que yayo me parecía vulgar a mis tres años y me las ingenié para darle mi toque personal. Si cierro los ojos oigo su butaca en una sinfonía de horror y se me clava su iris azul en las pupilas; lo demás, es mejor olvidarlo. De mi abuelita Ana solo puedo balbucear nostalgia contenida y mucho pesar, la distancia a veces es una muerte reducida, una ausencia torpe y boba que nadie puede salvar.

Sin embargo en estos días, por mucho que yo les esquive, se abren un paso raso y cruel ante mis retinas. No es que yo no les quiera ni ver, no me repugnan, ni me asustan... Es, sencillamente, que me hacen llorar por dentro, se me desgaja el alma como una mandarina de temporada en manos hábiles. TAN pequeñitos, TAN encorvados, TAN frágiles y TAN vulnerables. Tan, tan, tan, tan... que casi veo la sombra de la guadaña haciéndose pasar por cuarto menguante en una madrugada de verano. Y es que yo con los años me he hecho temeraria de la muerte, y no de la propia sino de la ajena. Me da no sé qué.

Será un pequeño deje de culpabilidad; yo aquí, intentando construir mi vida a duras penas, lozana y poco agraciada pero con mucho que arrebatarle a la vida, antes de que ella me lo arrebate a mí... y ellos que se acaban, poco a poquito, a sorbitos tímidos.

Y qué hacer, si aquel hombrecito de mirada tierna a pasos desgañitados trata de alcanzar una acera que se le antoja el Kilimanjaro. Que se agarra con fervor a una barandilla roída por los excrementos de las palomas con cara de horror y triunfo por el crudo pavor a la muerte. Y yo le contemplo, le añoro sin conocerle y no hay cosa que más desee en ese momento que arrancarme diez años de vida para insuflárselos a él, para no verle sufrir, para no verle temer.

El asiento cedido a una fatigada cabellera de estrellas, enfundada en un traje azul de domingo y comprender que no es el traje el que le adorna sino que es ella la que lo adorna a él. Y verla cansada pero feliz, con el carmín de chinchilla arropando la puerta de la sabiduría.

Y al fin y al cabo pensar, que es mejor apreciar la vejez que no poder contemplarla nunca.




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